MI PEQUEÑO JOB
No hay un día en que no recuerde a mi madre. Ella ahora
está con Jesús, está bien, en unos días, se cumple un año de su partida. Solo
me escapo de la realidad para honrar su memoria y revivir tantos momentos
compartidos a su lado. No solo en la relación entre hijos y padres, hablo de
algo más estrecho y me refiero a que mi vida no fue tan normal como la de
cualquier niño.
Nací con trastornos en mi salud. Desde los tres meses de
vida lo mío ya era preocupante, así fue como recorrimos el país buscando un
tratamiento que fuese el correcto. Nada sirvió, al fin y al cabo yo era un
conejillo de indias y cada vez empeoraba más y más. Pero ella no bajo nunca los
brazos, siempre a mi lado. Desvelada, fatigada, ausente en parte del hogar, por
estar conmigo.
Cuando estuve internado en el hospital de niños, me venía
a ver todos los días, más de un año en el claustro de las salas del subsuelo, con pronostico
estable.
Un día de esos, como siempre con una sonrisa me trajo un
regalo, un juguete, me puse muy contento y me abrazo. Luego ella miraba mi
cabeza y no decía nada, empecé a sentir una cierta humedad en el cuero
cabelludo y entonces reparé que estaba llorando. Sus lágrimas sin gemidos me
desconcertaron, atiné a mirarla de rabillo. Tenía sus ojos cerrados y el rostro
mojado de tanto llorar “mi pequeño Job” dijo con su voz quebrada. Luego tomó un paño y entonces comprendí el cuadro completo. Yo tenía mi cabeza deformada por la
infección en mi oído, que despedía olor por el pus que tenía allí y ahora piojos
en mi cabeza. Cuando terminó su horario de visita trato de restarle importancia
para que no me pusiera más triste.
Con el tiempo ya había mejorado y solo iba a control
médico día por medio. Al salir del hospital y antes de regresar a casa,
solíamos ir al mercado de frutas y verduras que estaba en calle 4 y 49 en el
centro de la ciudad de La Plata. Como nuestros recursos económicos eran muy
escasos (muy pobres) ella hablaba con los transportistas de frutas para que me
dejaran subir a los camiones tan solo para encontrar las frutas descartadas que
nosotros recuperábamos para compartir en familia. Así fue como cada vez que
bajaba de los camiones con mi recompensa en una bolsa, me quedaba absorto
mirando el edificio del mercado. Me atrapaba su diseño, la arquitectura del
lugar, el mundo de gente que allí adentro se movía ante mi curiosidad. Eran
otros tiempos y yo solo era un niño de 7 años en un mundo imaginario de sueños
¿podemos entrar mamá?
“Algún día, mañana tal vez”…desde entonces pasaron 50
años y el pequeño Job sanó. Pero este recuerdo en blanco y negro de un niño
tomando la mano de su madre y una bolsa de frutas descartadas sigue intacto en
mi mente.
Un día de esos hace un par de años atrás, llevé a mi
madre a realizar un trámite. Entre con mi automóvil al estacionamiento que está
ocupando los 10.000 metros cuadrados que eran antiguamente del mercado que fue
demolido. Apagué el motor y la vorágine de imágenes recreadas en mi entorno me
llevaron a un pasado en mi realidad, la mire y le dije” ¡Entramos mamá! Estamos
en el centro del mercado”
Su rostro brillaba como un sol y su sonrisa otra vez fue
para mí. Le di gracias a Dios por ella y se lo dije, que nada hubiera sido
posible en mi vida si no hubiese estado a mi lado en mi peor momento. Una
imagen que el tiempo redimió para ambos. Salimos de allí mientras seguíamos recordando
aquellos días. Antes de llegar a casa nos detuvimos a comprar fruta fresca. Casi
lo había olvidado, pero Dios no y me permitió cumplir el sueño de entrar a mi
sueño de la mano de mi madre… antes de estar con Él.
David Fernández